El ambiente que reina durante el festival invita a la charla, incluso en el agua. Entre ola y ola, César Formosel, de TSP, me recordó, mientras me contaba la historia de la luna de miel que los padres de un amigo habían pasado en el faro de las Sisargas, una de las cosas interesantes de ver en Malpica. Así que aprovechando uno de los momento de calma del Festival, cogí el coche y emprendí la ruta de la costa.
Mientras conducía, y antes de ver las islas, iba recordando algunas de las historias que se contaban en un artículo escrito por el periodista Santiago Romero, y en el que se expresaba la importancia simbólica y vital que las Islas Sisargas habían tenido, y tienen, en la historia de la gente de Malpica: «Algunos historiadores sostienen que el topónimo de Sisargas procede de «Circargas», islas del cobre, identificándolas con las legendarias islas Casitérides de los fenicios. A lo largo de la historia han sido muchos los escritores y artistas que han encontrado inspiración en las Sisargas y en la imagen de las islas como metáfora de una enorme bestia marina. Para Alvaro Cunqueiro eran un megalítico centollo petrificado; para el cronista de viajes inglés Aubrey Bell, el lomo de un oculto cetáceo. Las Sisargas aparecen en las más antiguas leyendas locales como el cubil de una monstruosa serpiente que aterrorizaba a la población que habitaba en el que hoy se conoce como el cabo de San Adrián, y que toma su nombre del militar romano que libró a los lugareños del gigantesco reptil. Como si la geología quisiese darle veracidad a la leyenda, al pie de la ermita situada en el cabo, y a poco que se busque, es posible encontrar una veta de mineral, de color amarillo, que sobresale entre el color más oscuro de la piedra circundante, y que se enrosca de manera que sugiere exactamente la forma de una serpiente».
Cuando llegué frente a las islas soplaba un viento muy fuerte. A pesar de que en la playa el mar estaba casi en calma, en alta mar, que es donde se encuentran las islas, la cosa era bien distinta. Aquello no dejaba de ser la muestra de una de las realidades del lugar, en donde, y a parte de las leyendas, el verdadero peligro para los habitantes de estas costas ha estado siempre en el mar. Muchos han sido las personas que han muerto en estas aguas, y muchos los barcos que se han hundido. En la propia playa de Area Maior se puede leer una placa en la que se cuenta el naufragio del vapor británico Priam, que el 11 de enero de 1889 se hundió tras tocar con los bajos de la piedra Cistela. Murieron 5 pasajeros y 4 tripulantes, y no fueron más porque los marineros de Malpica se jugaron su vida en medio del temporal y lograron salvar a 35 náufragos.
Tras las Sisargas, continué por la costa hasta el faro de Punta Nariga. La llegada al faro es espectacular, a través de una carretera que atraviese unos terrenos de los que surgen unos impresionantes bloques de granito moldeados por la acción del viento y el mar. En un libro de faros que tengo en casa, he leído que se trata del último de los faros construidos en Galicia, obra del arquitecto César Portela. Totalmente de granito, el faro parece sobresalir de los acantilados, aunque sus formas angulosas no contrastan muy bien, para mi gusto, con las redondeadas del entorno. En él todo es automático, y no vive ningún farero. Tampoco ya en las Sisargas, en donde al parecer cada guardia era un verdadero reto para la fortaleza mental de estos trabajadores del mar. Así lo contaba, en el artículo de Santiago Romero, uno de los últimos fareros que habitó las Sisargas, Jesús Martínez: “Nos turnábamos en Sisargas tres fareros, José Ramón Álvarez, Javier Castro y yo. No recuerdo quién hizo exactamente la última guardia en la isla. Lo más duro era el invierno, aquel invierno de diez meses que teníamos antes en Galicia. Y la soledad. Nuestros turnos eran en principio de diez días, pero muchas veces tenías que quedarte más tiempo porque el barco no podía sacarte por el mal tiempo. Lo máximo que llegué a estar fueron 27 días, en pleno temporal. El riesgo, más que físico, era volverte medio majara, de estar tanto tiempo solo. El teléfono casi nunca funcionaba, estábamos prácticamente aislados. Salvando todas las distancias que pueda haber, la situación es la de sentirte encerrado. Es una especie de condena. Condena con gusto, porque te pagan y es una profesión que has elegido y sabes a lo que te expones. El problema no era sólo tuyo, cuando había grandes tormentas, no conseguían hablar contigo y la familia estaba muy preocupada. Algún golpe que otro llevaron las paredes cuando, después de tantos días de soledad, te tocaba marchar y a última hora veías que no podían venir a buscarte”.